7 cuentos de autores mexicanos famosos que no te puedes perder
Los narradores mexicanos se convirtieron en algunas de las voces más importantes de la literatura latinoamericana del siglo XX. En el siguiente listado se pueden encontrar algunos cuentos que ya forman parte del canon actual.
- El ramo azul - Octavio Paz
- ¡Diles que no me maten! - Juan Rulfo
- Modesta Gómez - Rosario Castellanos
- Baby H. P. - Juan José Arreola
- El huésped - Amparo Dávila
- Chac Mool - Carlos Fuentes
- El anillo - Elena Garro
1. El ramo azul - Octavio Paz
Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me preguntó:
-¿Dónde va señor?
-A dar una vuelta. Hace mucho calor.
-Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.
Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo.
Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:
-No se mueva , señor, o se lo entierro.
Sin volver la cara pregunte:
-¿Qué quieres?
-Sus ojos, señor –contestó la voz suave, casi apenada.
-¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme.
-No tenga miedo, señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.
-Pero, ¿para qué quieres mis ojos?
-Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan.
Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.
-Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.
-No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.
-No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la vuelta.
Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma le cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.
-Alúmbrese la cara.
Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. Él apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente. La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso.
-¿Ya te convenciste? No los tengo azules.
-¡Ah, qué mañoso es usted! –respondió- A ver, encienda otra vez.
Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó.
-Arrodíllese.
Me hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.
-Ábralos bien –ordenó.
Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.
-Pues no son azules, señor. Dispense.
Y despareció.
Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta.
Entré sin decir palabra.
Al día siguiente huí de aquel pueblo.
Octavio Paz (1914 - 1998) es una de las figuras más importantes de la intelectualidad mexicana. Ganador del Premio Nobel en 1990, se ha destacado particularmente como ensayista y poeta. Sin embargo, publicó varios cuentos.
"El ramo azul" muestra el estilo reflexivo del autor. La historia está contada desde la perspectiva de su protagonista, un hombre que pasa la noche en un pueblo desconocido y despierta por el calor. Así, se muestran elementos característicos del campo, como los alacranes, el canto de las grillos, la luna y las estrellas.
Entonces decide dar un paseo. Durante el camino, el hombre medita sobre la naturaleza humana y cómo las personas creen tener el control sobre su vida, pero el universo es más infinito y misterioso de lo que se puede imaginar.
En medio de esta reflexión, es irrumpido por un hombre que quiere quitarle los ojos, ya que son azules. Esto puede entenderse como un símbolo de lo exótico y diferente en un país donde casi todos tienen ojos cafés.
A pesar de que es una situación de riesgo, la escena adquiere un tinte tragicómico y finalmente se resuelve de manera positiva, demostrando la idea de que la existencia humana resulta bastante aleatoria.
2. ¡Diles que no me maten! - Juan Rulfo
¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como solo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
“Y me mató un novillo.
“Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
“Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.
“Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
“-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
“Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida. No fue un año ni dos. Fue toda la vida.”
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. “Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz”.
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y esta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos”, iba a decirles, pero se quedaba callado. “Más adelantito se los diré”, pensaba. Y solo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; solo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero solo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo.
Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos.
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
“Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
“Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ese, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca”.
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuanto dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates…!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.
-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.
Juan Rulfo (México, 1917 - 1986) es uno de los escritores más relevantes de América Latina. Aunque sólo publicó tres libros, su fama se asentó por la creación de un mundo narrativo en el que prima lo regional, el habla coloquial y la tragedia del ser humano frente a la existencia.
En 1953 publicó El llano en llamas, una antología de cuentos imprescindible dentro del canon de la literatura latinoamericana y "¡Diles que no me maten!" es uno de los relatos más famosos.
Aquí Rulfo utiliza una estructura no lineal, alternando dos planos temporales. Está el presente, en donde el protagonista suplica por su vida, y el pasado, donde se revela el motivo de su sentencia.
De este modo, el lector va descubrimiento gradualmente los hechos y la tensión dramática se construye a través de los diálogos y las descripciones del ambiente, que refuerzan la sensación de fatalidad.
La historia trabaja temas como la culpa y el castigo. Aunque Juvencio no recibió una condena, el resto de su vida estuvo marcada por el miedo y la persecución. Asimismo, se reflexiona sobre la diferenciación entre justicia y venganza, ya que el coronel actuó por un impulso personal, perpetuando un ciclo de violencia en lugar de resolverlo.
Revisa Los mejores cuentos cortos de Juan Rulfo (analizados)
3. Modesta Gómez - Rosario Castellanos
¡Qué frías son las mañanas en Ciudad Real! La neblina lo cubre todo. De puntos invisibles surgen las campanadas de la misa primera, los chirridos de portones que se abren, el jadeo de molinos que empiezan a trabajar.
Envuelta en los pliegues de su chal negro Modesta Gómez caminaba, tiritando. Se lo había advertido su comadre, doña Águeda, la carnicera:
—Hay gente que no tiene estómago para este oficio, se hacen las melindrosas, pero yo creo que son haraganas. El inconveniente de ser atajadora es que tenés que madrugar.
“Siempre he madrugado”, pensó Modesta. “Mi nana me hizo a su modo.”
(Por más que se esforzase, Modesta no lograba recordar las palabras de amonestación de su madre, el rostro que en su niñez se inclinaba hacia ella. Habían transcurrido muchos años.)
—Me ajenaron desde chiquita. Una boca menos en la casa era un alivio para todos.
De aquella ocasión, Modesta tenía aún presente la muda de ropa limpia con que la vistieron. Después, abruptamente, se hallaba ante una enorme puerta con llamador de bronce: una mano bien modelada en uno de cuyos dedos se enroscaba un anillo. Era la casa de los Ochoa: don Humberto, el dueño de la tienda “La Esperanza”; doña Romelia, su mujer; Berta, Dolores y Clara, sus hijas; y Jorgito, el menor.
La casa estaba llena de sorpresas maravillosas. ¡Con cuánto asombro descubrió Modesta la sala de recibir! Los muebles de bejuco, los tarjeteros de mimbre con su abanico multicolor de postales, desplegado contra la pared; el piso de madera, ¡de madera! Un calorcito agradable ascendió desde los pies descalzos de Modesta hasta su corazón. Sí, se alegraba de quedarse con los Ochoa, de saber que, desde entonces, esta casa magnífica sería también su casa.
Doña Romelia la condujo a la cocina. Las criadas recibieron con hostilidad a la patoja y, al descubrir que su pelo hervía de liendres, la sumergieron sin contemplaciones en una artesa llena de agua helada. La restregaron con raíz de amole, una y otra vez, hasta que la trenza quedó rechinante de limpia.
—Ahora sí, ya te podés presentar con los señores. De por sí son muy delicados. Pero con el niño Jorgito se esmeran. Como es el único varón…
Modesta y Jorgito tenían casi la misma edad. Sin embargo, ella era la cargadora, la que debía cuidarlo y entretenerlo.
—Dicen que fue de tanto cargarlo que se me torcieron mis piernas, porque todavía no estaban bien macizas. A saber.
Pero el niño era muy malcriado. Si no se le cumplían sus caprichos “le daba chaveta”, como él mismo decía. Sus alaridos se escuchaban hasta la tienda. Doña Romelia acudía presurosamente.
—¿Qué te hicieron, cutushito, mi consentido?
Sin suspender el llanto Jorgito señalaba a Modesta.
—¿La cargadora? —se cercioraba la madre—. Le vamos a pegar para que no, se resmuela. Mira, un coshquete aquí, en la mera cholla; un jalón de orejas y una nalgada. ¿Ya estás conforme, mi puñito de cacao, mí yerbecita de olor? Bueno, ahora me vas a dejar ir, porque tengo mucho que hacer.
A pesar de estos incidentes los niños eran inseparables; juntos padecieron todas las enfermedades infantiles, juntos averiguaron secretos, juntos inventaron travesuras.
Tal intimidad, aunque despreocupaba a doña Romelia de las atenciones nimias que exigía su hijo, no dejaba de parecerle indebida. ¿Cómo conjurar los riesgos? A doña Romelia no se le ocurrió más que meter a Jorgito en la escuela de primeras letras y prohibir a Modesta que lo tratara de vos.
—Es tu patrón —condescendió a explicarle—; y con los patrones nada de confiancitas.
Mientras el niño aprendía a leer y a contar, Modesta se ocupaba en la cocina: avivando el fogón, acarreando el agua y juntando el achigual para los puercos.
Esperaron a que se criara un poco más, a que le viniera la primera regla, para ascender a Modesta de categoría. Se desechó el petate viejo en el que había dormido desde su llegada, y lo sustituyeron por un estrado que la muerte de una cocinera había dejado vacante. Modesta colocó, debajo de la almohada, su peine de madera y su espejo con marco de celuloide. Era ya una varejoncita y le gustaba presumir. Cuando iba a salir a la calle, para hacer algún mandado, se lavaba con esmero los pies, restregándolos contra una piedra. A su paso crujía el almidón de los fustanes.
La calle era el escenario de sus triunfos; la requebraban, con burdos piropos, los jóvenes descalzos como ella, pero con un oficio honrado y dispuestos a casarse; le proponían amores los muchachos catrines, los amigos de Jorgito; y los viejos ricos le ofrecían regalos y dinero.
Modesta soñaba, por las noches, con ser la esposa legítima de un artesano. Imaginaba la casita humilde, en las afueras de Ciudad Real, la escasez de recursos, la vida de sacrificios que le esperaba. No, mejor no. Para casarse por la ley siempre sobra tiempo. Más vale desquitarse antes, pasar un rato alegre, como las mujeres malas. La vendería una vieja alcahueta, de las que van a ofrecer muchachas a los señores. Modesta se veía en un rincón del burdel, arrebozada y con los ojos bajos, mientras unos hombres borrachos y escandalosos se la rifaban para ver quién era su primer dueño. Y después, si bien le iba, el que la hiciera su querida le instalaría un negocito para que la fuera pasando. Modesta no llevaría la frente alta, no sería un espejo de cuerpo entero como si hubiese salido del poder de sus patrones rumbo ala iglesia y vestida de blanco. Pero tendría, tal vez, un hijo de buena sangre, unos ahorros. Se haría diestra en un oficio. Con el tiempo correría su fama y vendrían a solicitarla para que moliera el chocolate o curará de espanto en las casas de la gente de pro.
Y en cambio vino a parar en atajadora. ¡Qué vueltas da el mundo!
Los sueños de Modesta fueron interrumpidos una noche. Sigilosamente se abrió la puerta del cuarto de las criadas y, a oscuras, alguien avanzó hasta el estrado de la muchacha. Modesta sentía cerca de ella una respiración anhelosa, el batir rápido de un pulso. Se santiguó, pensando en las ánimas. Pero una mano cayó brutalmente sobre su cuerpo. Quiso gritar y su grito fue sofocado por otra boca que tapaba su boca. Ella y su adversario forcejeaban mientras las otras mujeres dormían a pierna suelta. En una cicatriz del hombro Modesta reconoció a Jorgito. No quiso defenderse más. Cerró los ojos y se sometió.
Doña Romelia sospechaba algo de los tejemanejes de su hijo y los chismes de la servidumbre acabaron de sacarla de dudas. Pero decidió hacerse la desentendida. Al fin y al cabo Jorgito era un hombre, no un santo; estaba en la mera edad en que se siente la pujanza de la sangre. Y de que se fuera con las gaviotas (que enseñan malas mañas a los muchachos y los echan a perder) era preferible que encontrara sosiego en su propia casa.
Gracias a la violación de Modesta, Jorgito pudo alardear de hombre hecho y derecho. Desde algunos meses antes fumaba a escondidas y se había puesto dos o tres borracheras. Pero, a pesar de las burlas de sus amigos, no se había atrevido aún a ir con mujeres. Las temía: pintarrajeadas, groseras en sus ademanes y en su modo de hablar. Con Modesta se sentía en confianza. Lo único que le preocupaba era que su familia llegara a enterarse de sus relaciones. Para disimularlas trataba a Modesta, delante de todos, con despego y hasta con exagerada severidad. Pero en las noches buscaba otra vez ese cuerpo conocido por la costumbre y en el que se mezclaban olores domésticos y reminiscencias infantiles.
Pero, como dice el refrán: “Lo que de noche se hace de día aparece.” Modesta empezó a mostrar la color quebrada, unas ojeras grandes y un desmadejamiento en las actitudes que las otras criadas comentaron con risas maliciosas y guiños obscenos.
Una mañana, Modesta tuvo que suspender su tarea de moler el maíz porque una basca repentina la sobrecogió. La salera fue a dar aviso a la patrona de que Modesta estaba embarazada.
Doña Romelia se presentó en la cocina, hecha un basilisco.
—Malagradecida, tal por cual. Tenías que salir con tu domingo siete. ¿Y qué creíste? ¿Que te iba yo a solapar tus sinvergüenzadas? Ni lo permita Dios. Tengo marido a quién responder, hijas a las que debo dar buenos ejemplos. Así que ahora mismo te me vas largando a la calle.
Antes de abandonar la casa de los Ochoa, Modesta fue sometida a una humillante inspección: la señora y sus hijas registraron las pertenencias y la ropa de la muchacha para ver si no había robado algo. Después se formó en el zaguán una especie de valla por la que Modesta tuvo que atravesar para salir.
Fugazmente miró aquellos rostros. El de don Humberto, congestionado de gordura, con sus ojillos lúbricos; el de doña Romelia, crispado de indignación; el de las jóvenes —Clara, Dolores y Berta—, curiosos, con una ligera palidez de envidia. Modesta buscó el rostro de Jorgito, pero no estaba allí.
Modesta había llegado a la salida de Moxviquil. Se detuvo. Allí estaban ya otras mujeres, descalzas y mal vestidas como ella. La miraron con desconfianza.
—Déjenla —intercedió una—. Es cristiana como cualquiera y tiene tres hijos que mantener.
—¿Y nosotras? ¿Acaso somos adonisas?
—¿Vinimos a barrer el dinero con escoba?
—Lo que ésta gane no nos va a sacar de pobres. Hay que tener caridad. Está recién viuda.
—¿De quién?
—Del finado Alberto Gómez.
—¿El albañil?
—¿El que murió de bolo?
Aunque dicho en voz baja, Modesta alcanzó a oír el comentario. Un violento rubor invadió sus mejillas. ¡Alberto Gómez, el que murió de bolo! ¡Calumnias! Su marido no había muerto así. Bueno, era verdad que tomaba sus tragos y más a últimas fechas. Pero el pobre tenía razón. Estaba aburrido de aplanar las calles en busca de trabajo. Nadie construye una casa, nadie se embarca en una reparación cuando se está en pleno tiempo de aguas. Alberto se cansaba de esperar que pasara la lluvia, bajo los portales o en el quicio de una puerta. Así fue como empezó a meterse en las cantinas. Los malos amigos hicieron lo demás. Alberto faltaba a sus obligaciones, maltrataba a su familia. Había que perdonarlo. Cuando un hombre no está en sus cabales hace una barbaridad tras otra. Al día siguiente, cuando se le quitaba lo engasado, se asustaba de ver a Modesta llena de moretones y a los niños temblando de miedo en un rincón. Lloraba de vergüenza y de arrepentimiento. Pero no se corregía. Puede más el vicio que la razón.
Mientras aguardaba a su marido, a deshoras de la noche, Modesta se afligía pensando en los mil accidentes que podían ocurrirle en la calle. Un pleito, un atropellamiento, una bala perdida. Modesta lo veía llegar en parihuela, bañado en sangre, y se retorcía las manos discurriendo de dónde iba a sacar dinero para el entierro.
Pero las cosas sucedieron de otro modo; ella tuvo que ir a recoger a Alberto porque se había quedado dormido en una banqueta y allí le agarró la noche y le cayó el sereno. En apariencia, Alberto no tenía ninguna lesión. Se quejaba un poco de dolor de costado. Le hicieron su untura de sebo, por si se trataba de un enfriamiento; le aplicaron ventosas, bebió agua de brasa. Pero el dolor arreciaba. Los estertores de la agonía duraron poco y las vecinas hicieron una colecta para pagar el cajón.
—Te salió peor el remedio que la enfermedad, le decía a Modesta su comadre Águeda. Te casaste con Alberto para estar bajo mano de hombre, para que el hijo del mentado Jorge se criara con un respeto. Y ahora resulta que te quedas viuda, en la loma del sosiego, con tres bocas que mantener y sin nadie que vea por vos.
Era verdad. Y verdad que los años que Modesta duró casada con Alberto fueron años de penas y de trabajo. Verdad que en sus borracheras el albañil le pegaba, echándole en cara el abuso de Jorgito, y verdad que su muerte fue la humillación más grande para su familia. Pero Alberto había valido a Modesta en la mejor ocasión: cuando todos le voltearon la cara para no ver su deshonra. Alberto le había dado su nombre y sus hijos legítimos, la había hecho una señora. ¡Cuántas de estas mendigas enlutadas, que ahora murmuraban a su costa, habrían vendido su alma al demonio por poder decir lo mismo!
La niebla del amanecer empezaba a despejarse. Modesta se había sentado sobre una piedra. Una de las atajadoras se le acercó.
—¿Yday? ¿No estaba usted de dependienta en la carnicería de doña Águeda?
—Estoy. Pero el sueldo no alcanza. Como somos yo y mis tres chiquitíos tuve que buscarme una ayudita. Mi comadre Águeda me aconsejó este oficio.
—Sólo porque la necesidad tiene cara de chucho, pero el oficio de atajadora es amolado. Y deja pocas ganancias.
(Modesta escrutó a la que le hablaba, con recelo. ¿Qué perseguía con tales aspavientos? Seguramente desanimarla para que no le hiciera la competencia. Bien equivocada iba. Modesta no era de alfeñique, había pasado en otras partes sus buenos ajigolones. Porque eso de estar tras el mostrador de una carnicería tampoco era la vida perdurable. Toda la mañana el ajetreo: mantener limpio el local —aunque con las moscas no se pudiera acabar nunca—; despachar la mercancía, regatear con los dientes. ¡Esas criadas de casa rica que siempre estaban exigiendo la carne más gorda, el bocado más sabroso y el precio más barato! Era forzoso contemporizar con ellas; pero Modesta se desquitaba con las demás. A las que se veían humildes y maltrazadas, las dueñas de los puestos del mercado y sus dependientas, les imponían una absoluta fidelidad mercantil; y si alguna vez procuraban adquirir su carne en otro expendio, porque les convenía más, se lo reprochaban a gritos y no volvían a despacharles nunca.)
—Sí, el manejo de la carne es sucio. Pero peor resulta ser atajadora. Aquí hay que lidiar con indios.
(“¿Y dónde no?”, pensó Modesta. Su comadre Águeda la aleccionó desde el principio: para el indio se guardaba la carne podrida o con granos, la gran pesa de plomo que alteraba la balanza y alarido de indignación ante su más mínima protesta. Al escándalo acudían las otras placeras y se armaba un alboroto en que intervenían curiosos y gendarmes, azuzando a los protagonistas con palabras de desafío, gestos insultantes y empellones. El saldo de la refriega era, invariablemente, el sombrero o el morral del indio que la vencedora enarbolaba como un trofeo, y la carrera asustada del vencido que así escapaba de las amenazas y las burlas de la multitud.)
—¡Ahí vienen ya!
Las atajadoras abandonaron sus conversaciones para volver el rostro hacia los cerros. La neblina permitía ya distinguir algunos bultos que se movían en su interior. Eran los indios, cargados de las mercancías que iban a vender a Ciudad Real. Las atajadoras avanzaron unos pasos a su encuentro. Modesta las imitó.
Los dos grupos estaban frente a frente. Transcurrieron breves segundos de expectación. Por fin, los indios continuaron su camino con la cabeza baja y la mirada fija obstinadamente en el suelo, como si el recurso mágico de no ver a las mujeres las volviera inexistentes.
Las atajadoras se lanzaron contra los indios desordenadamente. Forcejeaban, sofocando gritos, por la posesión de un objeto que no debía sufrir deterioro. Por último, cuando el chamarro de lana o la red de verduras o el utensilio de barro estaban ya en poder de la atajadora, ésta sacaba de entre su camisa unas monedas y sin contarlas, las dejaba caer al suelo de donde el indio derribado las recogía.
Aprovechando la confusión de la reyerta una joven india quiso escapar y echó a correr con su cargamento intacto.
—Esa te toca a vos, gritó burlonamente una de las atajadoras a Modesta.
De un modo automático, lo mismo que un animal mucho tiempo adiestrado en la persecución, Modesta se lanzó hacia la fugitiva. Al darle alcance la asió de la falda y ambas rodaron por tierra. Modesta luchó hasta quedar encima de la otra. Le jaló las trenzas, le golpeó las mejillas, le clavó las uñas en las orejas. ¡Más fuerte! ¡Más fuerte!
—¡India desgraciada, me lo tenés que pagar todo junto!
La india se retorcía de dolor; diez hilillos de sangre le escurrieron de los lóbulos hasta la nuca.
—Ya no, marchanta, ya no…
Enardecida, acezante, Modesta se aferraba a su víctima. No quiso soltarla ni cuando le entregó el chamarro de lana que traía escondido. Tuvo que intervenir otra atajadora.
—¡Ya basta! —dijo con energía a Modesta, obligándola a ponerse de pie.
Modesta se tambaleaba como una ebria mientras, con el rebozo, se enjugaba la cara, húmeda de sudor.
—Y vos, prosiguió la atajadora, dirigiéndose a la india, deja de estar jirimiquiando que no es gracia. No te pasó nada. Toma estos centavos y que Dios te bendiga. Agradece que no te llevamos al Niñado por alborotadora.
La india recogió la moneda presurosamente y presurosamente se alejó de allí. Modesta miraba sin comprender.
—Para que te sirva de lección —le dijo la atajadora—, yo me quedo con el chamarro, puesto que yo lo pagué. Tal vez mañana tengas mejor suerte.
Modesta asintió. Mañana. Sí, mañana y pasado mañana y siempre. Era cierto lo que le decían: que el oficio de atajadora es duro y que la ganancia no rinde. Se miró las uñas ensangrentadas. No sabía por qué. Pero estaba contenta.
Rosario Castellanos (1925 - 1974) es una de las escritoras más destacadas de México. En su obra, realizó un registro de su tiempo y del contexto social en el que vivió, otorgándole voz a quienes no la tenían en aquellos años como los indígenas y las mujeres.
En 1960 la autora publicó el conjunto de cuentos titulado Ciudad Real, en donde refleja las diferencias sociales y ejerce una crítica hacia el sistema.
Así, este relato toma la perspectiva de una mujer de escasos recursos. Esto puede notarse en el detalle de que no lleva zapatos y de que es prácticamente vendida cuando niña a una familia rica que hace con ella lo que quiere.
Aunque no hay queja ni victimización de parte de la protagonista, la historia denuncia el abuso sistemático al que es sometida sólo por su condición femenina y situación económica.
Sin embargo, hay un grupo aún más maltratado: los indígenas. A través de la narración se develan detalles que pueden resultar desconocidos para un lector extranjero: el "oficio" de las "atajadoras". Se trataba de mujeres pobres que se dedicaban a robar a los "indios" que acudían a la ciudad con sus mercancías.
De este modo, en este breve texto se muestran las dinámicas de una sociedad que funciona de manera injusta y dispar.
4. Baby H. P. - Juan José Arreola
Señora ama de casa: convierta usted en fuerza motriz la vitalidad de sus niños. Ya tenemos a la venta el maravilloso Baby H.P., un aparato que está llamado a revolucionar la economía hogareña.
El Baby H.P. es una estructura de metal muy resistente y ligera que se adapta con perfección al delicado cuerpo infantil, mediante cómodos cinturones, pulseras, anillos y broches. Las ramificaciones de este esqueleto suplementario recogen cada uno de los movimientos del niño, haciéndolos converger en una botellita de Leyden que puede colocarse en la espalda o en el pecho, según necesidad. Una aguja indicadora señala el momento en que la botella está llena. Entonces usted, señora, debe desprenderla y enchufarla en un depósito especial, para que se descargue automáticamente. Este depósito puede colocarse en cualquier rincón de la casa, y representa una preciosa alcancía de electricidad disponible en todo momento para fines de alumbrado y calefacción, así como para impulsar alguno de los innumerables artefactos que invaden ahora los hogares.
De hoy en adelante usted verá con otros ojos el agobiante ajetreo de sus hijos. Y ni siquiera perderá la paciencia ante una rabieta convulsiva, pensando en que es una fuente generosa de energía. El pataleo de un niño de pecho durante las veinticuatro horas del día se transforma, gracias al Baby H.P., en unos inútiles segundos de tromba licuadora, o en quince minutos de música radiofónica.
Las familias numerosas pueden satisfacer todas sus demandas de electricidad instalando un Baby H.P. en cada uno de sus vástagos, y hasta realizar un pequeño y lucrativo negocio, trasmitiendo a los vecinos un poco de la energía sobrante. En los grandes edificios de departamentos pueden suplirse satisfactoriamente las fallas del servicio público, enlazando todos los depósitos familiares.
El Baby H.P. no causa ningún trastorno físico ni psíquico en los niños, porque no cohíbe ni trastorna sus movimientos. Por el contrario, algunos médicos opinan que contribuye al desarrollo armonioso de su cuerpo. Y por lo que toca a su espíritu, puede despertarse la ambición individual de las criaturas, otorgándoles pequeñas recompensas cuando sobrepasen sus récords habituales. Para este fin se recomiendan las golosinas azucaradas, que devuelven con creces su valor. Mientras más calorías se añadan a la dieta del niño, más kilovatios se economizan en el contador eléctrico.
Los niños deben tener puesto día y noche su lucrativo H.P. Es importante que lo lleven siempre a la escuela, para que no se pierdan las horas preciosas del recreo, de las que ellos vuelven con el acumulador rebosante de energía.
Los rumores acerca de que algunos niños mueren electrocutados por la corriente que ellos mismos generan son completamente irresponsables. Lo mismo debe decirse sobre el temor supersticioso de que las criaturas provistas de un Baby H.P. atraen rayos y centellas. Ningún accidente de esta naturaleza puede ocurrir, sobre todo si se siguen al pie de la letra las indicaciones contenidas en los folletos explicativos que se obsequian en cada aparato.
El Baby H.P. está disponible en las buenas tiendas en distintos tamaños, modelos y precios. Es un aparato moderno, durable y digno de confianza, y todas sus coyunturas son extensibles. Lleva la garantía de fabricación de la casa J. P. Mansfield & Sons, de Atlanta, Ill.
Juan José Arreola (México, 1918-2001) fue un destacado escritor cuya obra se centró en el cuestionamiento de las convenciones sociales. Por medio de escenarios fantásticos y, muchas veces, disparatados, acusaba un sistema que cada vez oprimía más a los individuos.
En este breve cuento, el autor recurre al formato de propaganda para promocionar un revolucionario aparato que permite aprovechar el exceso de energía de los niños para utilizarla en el hogar. Así, por medio del humor y la ironía, denuncia una realidad deshumanizadora, donde sólo importa la productividad y el consumo.
Lo más curioso sobre este relato es que se adelantó muchísimo a su tiempo, pues fue publicado en 1952 cuando recién estaba comenzando a predominar el mercado y la publicidad de forma masiva. Hoy, parece más vigente y necesario que nunca repensar estos temas.
5. El huésped - Amparo Dávila
Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.
Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.
No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.
Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia—. “Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…” No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.
No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Solo mi marido gozaba teniéndolo allí.
Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era esta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.
Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las buganvilias.
En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.
Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo veces que, cuando estaba preparando la comida, veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí… yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado.
Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.
Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. “¡Allí está ya, Guadalupe!”, gritaba desesperada.
Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él…
Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían…
Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera… Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante… Salté de la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento… Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.
Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Solo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.
Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo… Guadalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.
Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. “Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así… te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.”
Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.
Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuando Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.
—Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.
—Tendremos que hacer algo y pronto —me contestó.
—¿Pero qué podemos hacer las dos solas?
—Solas, es verdad, pero con un odio…
Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.
La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.
No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño durmieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.
Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia…
Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.
Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.
Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento… Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba desesperado, arañaba… Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos…! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas…
Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento… Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.
Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.
La obra de Amparo Dávila (México, 1928 - 2020) recrea la vida de personajes amenazados por la locura, la violencia y la soledad. En medio de la más absoluta normalidad, irrumpen presencias indefinidas e inquietantes que cobran aspectos terroríficos.
En este cuento se encuentra presente el horror fantástico: una criatura monstruosa invade el espacio familiar de la casa de la protagonista, haciendo de su existencia una tortura.
Los hechos narrados parecen de carácter fantástico, pero este huésped tiene una carga simbólica dentro de la historia. Aquí es vital la participación activa del lector, pues la criatura viene a representar los miedos y fantasmas personales de la narradora, una mujer prácticamente abandonada en un sitio lejano y sometida a un matrimonio sin amor.
De esta forma, se une a la otra presencia femenina de la casa y juntas logran vencer al enemigo que amenaza su vida y la de sus hijos. Debido a este tipo de detalles, se ha visto en la obra Dávila un intento de reivindicación social para la mujer.
6. Chac Mool - Carlos Fuentes
Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque había sido despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer el choucrout endulzado por los sudores de la cocina tropical, bailar el Sábado de Gloria en La Quebrada y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien; pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, a la medianoche, el largo trecho entre Caleta y la isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió que se le velara, a pesar de ser un cliente tan antiguo, en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido dentro de su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos: el chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos con lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.
Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera. Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz. Mientras desayunaba huevos y chorizo abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico derogado de la ciudad de México. Cachos de lotería. El pasaje de ida -¿sólo de ida? Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol.
Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómitos y cierto sentimiento natural de respeto por la vida privada de mi difunto amigo. Recordaría -sí, empezaba con eso- nuestra cotidiana labor en la oficina; quizá sabría, al fin, por qué fue declinado, olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio Efectivo No Reelección”. Por qué, en fin, fue corrido, olvidaba la pensión, sin respetar los escalafones.
“Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El Licenciado, amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros; de hecho, librábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían por su baja extracción o falta de elegancia. Yo sabía que muchos de ellos (quizá los más humildes) llegarían muy alto y aquí, en la Escuela, se iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes se quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, nos quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme en las sillas modernizadas -también hay, como barricada de una invasión, una fuente de sodas- y pretendí leer expedientes. Vi a muchos antiguos compañeros, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían; o no me querían reconocer. A lo sumo -uno o dos- una mano gorda y rápida sobre el hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo mediaban los dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé detrás de los expedientes. Desfilaron en mi memoria los años de las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y, también todas las omisiones que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes se va olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos, las espadas de madera? Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y sin embargo, había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era suficiente, o sobraba? En ocasiones me asaltaba el recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría que volver la mirada a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina.”
“Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio. Él es descreído, pero no le basta; en media cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si yo no fuera mexicano, no adoraría a Cristo y -No, mira, parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adorar a un Dios muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida?… figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquistado por budistas o por mahometanos. No es concebible que nuestros indios veneraran a un individuo que murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los aspectos caridad, amor y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres para poder creer en ellos.
“Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas de arte indígena mexicana. Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en Tlaxcala o en Teotihuacán. Acaso por esto le guste relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo con estos temas. Por cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en la Lagunilla donde venden uno de piedra y parece que barato. Voy a ir el domingo.
“Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente perturbación de las labores. He debido consignarlo al Director, a quien sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todos en torno al agua. Ch…”
“Hoy domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate en la barriga al ídolo para convencer a los turistas de la sangrienta autenticidad de la escultura.
“El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquí, por el momento en el sótano mientras reorganizo mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol vertical y fogoso; ese fue su elemento y condición. Pierde mucho mi Chac Mool en la oscuridad del sótano; allí, es un simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharme que le niegue la luz. El comerciante tenía un foco que iluminaba verticalmente en la escultura, recortando todas sus aristas y dándole una expresión más amable. Habrá que seguir su ejemplo.”
“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina y se desbordó, corrió por el piso y llego hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron. Todo esto, en día de labores, me obligó a llegar tarde a la oficina.”
“Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base.”
“Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación.”
“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero estoy nervioso. Para colmo de males, la tubería volvió a descomponerse, y las lluvias se han colado, inundando el sótano.”
“El plomero no viene; estoy desesperado. Del Departamento del Distrito Federal, más vale no hablar. Es la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos han cesado: vaya una cosa por otra.”
“Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco, porque toda la masa de la escultura parece padecer de una erisipela verde, salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a una casa de apartamentos, y tomar el piso más alto, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero yo no puedo dejar este caserón, ciertamente es muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana. Pero es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una tienda de decoración en la planta baja.”
“Fui a raspar el musgo del Chac Mool con una espátula. Parecía ser ya parte de la piedra; fue labor de más de una hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No se distinguía muy bien la penumbra; al finalizar el trabajo, seguí con la mano los contornos de la piedra. Cada vez que lo repasaba, el bloque parecía reblandecerse. No quise creerlo: era ya casi una pasta. Este mercader de la Lagunilla me ha timado. Su escultura precolombina es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he echado encima unos trapos; mañana la pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total.”
“Los trapos han caído al suelo, increíble. Volví a palpar el Chac Mool. Se ha endurecido pero no vuelve a la consistencia de la piedra. No quiero escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la carne, al apretar los brazos los siento de goma, siento que algo circula por esa figura recostada… Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool tiene vello en los brazos.”
“Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina, giré una orden de pago que no estaba autorizada, y el Director tuvo que llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con los compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es mi imaginación o delirio o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool.”
Hasta aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la que tantas veces vi en formas y memoranda, ancha y ovalada. La entrada del 25 de agosto, sin embargo, parecía escrita por otra persona. A veces como niño, separando trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay tres días vacíos, y el relato continúa:
“Todo es tan natural; y luego se cree en lo real… pero esto lo es, más que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si un bromista pinta el agua de rojo… Real bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa en un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y olvidados?… si un hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?… Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola aquí y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su gran cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en el rumor de un caracol marino. Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haberse borrado hoy; era movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y luego, como la tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o como la muerte que un día llegará, recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad: sabíamos que estaba allí, mostrenca; ahora nos sacude para hacerse viva y presente. Pensé, nuevamente, que era pura imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de color en una noche; amarillo, casi dorado, parecía indicarme que era un dios, por ahora laxo, con las rodillas menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, un despertar sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que hay dos respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir… No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volvía a abrir los ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.
“Casi sin aliento, encendí la luz.
“Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me paralizaron los dos ojillos casi bizcos, muy pegados al caballete de la nariz triangular. Los dientes inferiores mordían el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casuelón cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó hacia mi cama; entonces empezó a llover.”
Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una recriminación pública del Director y rumores de locura y hasta de robo. Esto no lo creí. Sí pude ver unos oficios descabellados, preguntándole al Oficial Mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el desierto. No supe qué explicación darme a mí mismo; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, habían enervado a mi amigo. O que alguna depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes son de fines de septiembre:
“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere, ‘…un gluglú de agua embelesada’… Sabe historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales y el castigo de los desiertos; cada planta arranca de su paternidad mítica: el sauce es su hija descarriada, los lotos, sus niños mimados; su suegra, el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de las sandalias flamantes de vejez. Con risa estridente, Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon y puesto físicamente en contacto de hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y en la tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado del escondite maya en el que yacía es artificial y cruel. Creo que Chac Mool nunca lo perdonará. Él sabe de la inminencia del hecho estético.
“He debido proporcionarle sapolio para que se lave el vientre que el mercader, al creerlo azteca, le untó de salsa ketchup. No pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tlaloc1, y cuando se enoja, sus dientes, de por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano; desde ayer, lo hace en mi cama.”
“Hoy empezó la temporada seca. Ayer, desde la sala donde ahora duermo, comencé a oír los mismos lamentos roncos del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí; entreabrí la puerta de la recámara: Chac Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; al verme, saltó hacia la puerta con las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al baño. Luego bajó, jadeante, y pidió agua; todo el día tiene corriendo los grifos, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido que no empape más la sala2.”
“El Chac inundó hoy la sala. Exasperado, le dije que lo iba a devolver al mercado de la Lagunilla. Tan terrible como su risilla -horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o de animal- fue la bofetada que me dio, con ese brazo cargado de pesados brazaletes. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era bien distinta: yo dominaría a Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez -¿quién lo dijo?- es fruto comido por los años, y yo no me he dado cuenta… Ha tomado mi ropa y se pone la bata cuando empieza a brotarle musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, desde siempre y para siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme ante él. Mientras no llueva -¿y su poder mágico?- vivirá colérico e irritable.”
“Hoy decidí que en las noches Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta una tonada chirriona y antigua, más vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias veces a su puerta, y como no me contestó, me atreví a entrar. No había vuelto a ver la recámara desde el día en que la estatua trató de atacarme: está en ruinas, y allí se concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero detrás de la puerta, hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba en la noche el Chac Mool para sustentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas las madrugadas.”
“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; me ha obligado a telefonear a una fonda para que diariamente me traigan un portaviandas. Pero el dinero sustraído de la oficina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz por falta de pago. Pero Chac Mool ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí; todos los días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa desde la azotea. Dice que si intento huir me fulminará: también es Dios del Rayo. Lo que él no sabe es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas… Como no hay luz, debo acostarme a las ocho. Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad, me topé con él en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su piel renovada y quise gritar.”
“Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra vez en piedra. He notado sus dificultades recientes para moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado, contra la pared y parece ser, de nuevo, un ídolo inerme, por más dios de la tempestad y el trueno que se le considere. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme como si pudiese arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos intermedios amables durante los cuales relataba viejos cuentos; creo notar en él una especie de resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a pensar: los vinos de mi bodega se están acabando; Chac Mool acaricia la seda de la bata; quiere que traiga una criada a la casa, me ha hecho enseñarle a usar jabón y lociones. Incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac cae en tentaciones, si se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un instante y caiga fulminado por el poder aplazado del tiempo. Pero también me pongo a pensar en algo terrible: el Chac no querrá que yo asista a su derrumbe, no querrá un testigo…, es posible que desee matarme.”
“Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para conseguir trabajo y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se avecina; está canoso, abotagado. Yo necesito asolearme, nadar y recuperar fuerzas. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo Chac Mool: a ver cuánto dura sin mis baldes de agua.”
Aquí termina el diario de Filiberto. No quise pensar más en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo sicológico. Cuando, a las nueve de la noche, llegamos a la terminal, aún no podía explicarme la locura de mi amigo. Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de Filiberto, y después de allí ordenar el entierro.
Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata, quería cubrir las arrugas con la cara polveada; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.
-Perdone… no sabía que Filiberto hubiera…
-No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.
Carlos Fuentes (1928 - 2012) es uno de los escritores más reconocidos de la literatura mexicana del siglo XX. Perteneció al Boom latinoamericano, donde destacó por el uso de innovadoras técnicas narrativas como la pluralidad de puntos de vista, la fragmentación cronológica y el monólogo interior.
En 1954 publicó un libro de cuentos titulado Los días enmascarados, donde destaca esta historia en la que se encuentra presente el realismo mágico y la critica social.
Este relato explora cómo un elemento de la tradición prehispánica, representado por la figura del dios maya de la lluvia, Chac Mool, irrumpe en la vida cotidiana del protagonista. El choque simboliza el conflicto entre las raíces culturales indígenas y la modernidad occidentalizada.
7. El anillo - Elena Garro
Siempre fuimos pobres, señor, y siempre fuimos desgraciados, pero no tanto como ahora en que la congoja campea por mis cuartos y corrales. Ya sé que el mal se presenta en cualquier tiempo y que toma cualquier forma, pero nunca pensé que tomara la forma de un anillo. Cruzaba yo la Plaza de los Héroes, estaba oscureciendo y la boruca de los pájaros en los laureles empezaba a calmarse. Se me había hecho tarde. “Quién sabe qué estarán haciendo mis muchachos”, me iba yo diciendo. Desde el alba me había venido para Cuernavaca. Tenía yo urgencia de llegar a mi casa, porque mi esposo, como es debido cuando uno es mal casada, bebe, y cuando yo me ausento se dedica a golpear a mis muchachos. Con mis hijos ya no se mete, están grandes, señor, y Dios no lo quiera, pero podrían devolverle el golpe. En cambio con las niñas se desquita. Apenas salía yo de la calle que baja del mercado, cuando me cogió la lluvia. Llovía tanto, que se habían formado ríos en las banquetas. Iba yo empinada para guardar mi cara de la lluvia cuando vi brillar a mi desgracia en medio del agua que corría entre las piedras. Parecía una serpientita de oro, bien entumida por la frescura del agua. A su lado se formaban remolinos chiquitos.
“¡Ándale, Camila, un anillo dorado!” y me agaché y lo cogí. No fue robo. La calle es la calle y lo que pertenece a la calle nos pertenece a todos. Estaba bien frío y no tenía ninguna piedra: era una alianza. Se secó en la palma de mi mano y no me pareció que extrañara ningún dedo, porque se me quedó quieto y se entibió luego. En el camino a mi casa me iba yo diciendo: “Se lo daré a Severina, mi hijita mayor”. Somos tan pobres, que nunca hemos tenido ninguna alhaja y mi lujo, señor, antes de que nos desposeyeran de las tierras, para hacer el mentado tiro al pichón en donde nosotros sembrábamos, fue comprarme unas chanclitas de charol con trabilla, para ir al entierro de mi niño. Usted debe de acordarse, señor, de aquel día en que los pistoleros de Legorreta lo mataron a causa de las tierras. Ya entonces éramos pobres, pero desde ese día sin mis tierras y sin mi hijo mayor, hemos quedado verdaderamente en la desdicha. Por eso cualquier gustito nos da tantísimo gusto. Me encontré a mis muchachos sentados alrededor del corral.
—¡Anden, hijos! ¿Cómo pasaron el día?
—Aguardando su vuelta —me contestaron. Y vi que en todo el día no habían probado bocado.
—Enciendan la lumbre, vamos a cenar.
Los muchachos encendieron la lumbre y yo saqué el cilantro y el queso.
—¡Qué gustosos andaríamos con un pedacito de oro! —dije yo preparando la sorpresa—. ¡Qué suerte la de la mujer que puede decir que sí o que no, moviendo sus pendientes de oro!
—Sí, qué suerte… —dijeron mis muchachitos.
—¡Qué suerte la de la joven que puede señalar con su dedo para lucir un anillo! —dije.
Mis muchachos se echaron a reír y yo saqué el anillo y lo puse en el dedo de mi hija Severina. Y allí paró todo, señor, hasta que Adrián llegó al pueblo, para caracolear sus ojos delante de las muchachas. Adrián no trabajaba más que dos o tres veces a la semana reparando las cercas de piedra. Los más de los días los pasaba en la puerta de “El Capricho” mirando cómo comprábamos la sal y las botellas de refrescos. Un día detuvo a mi hijita Aurelia.
—¿Oye, niña, de qué está hecha tu hermanita Severina?
—Yo no sé… —le contestó la inocente.
—Oye, niña, ¿y para quién está hecha tu hermanita Severina?
—Yo no sé… —le contestó la inocente.
—Oye, niña, ¿y esa mano en la que lleva el anillo a quién se la regaló?
—Yo no sé… —le contestó la inocente.
—Mira, niña, dile a tu hermanita Severina que cuando compre la sal me deje que se la pague y que me deje mirar sus ojos.
—Sí, joven —le contestó la inocente. Y llegó a platicarle a su hermana lo que le había dicho Adrián.
La tarde del siete de mayo estaba terminando. Hacía mucho calor y el trabajo nos había dado sed a mi hija Severina y a mí.
—Anda, hija, ve a comprar unos refrescos.
Mi hija se fue y yo me quedé esperando su vuelta sentada en el patio de mi casa. En la espera me puse a mirar cómo el patio estaba roto y lleno de polvo. Ser pobre, señor, es irse quebrando como cualquier ladrillo muy pisado. Así somos los pobres, ni quién nos mire y todos nos pasan por encima. Ya usted mismo lo vio, señor, cuando mataron a mi hijito el mayor para quitarnos las tierras. ¿Qué pasó? Que el asesino Legorreta se hizo un palacio sobre mi terreno y ahora tiene sus reclinatorios de seda blanca, en la iglesia del pueblo y los domingos cuando viene desde México, la llena con sus pistoleros y sus familiares, y nosotros los descalzos, mejor no entramos para no ver tanto desacato. Y de sufrir tanta injusticia, se nos juntan los años y nos barren el gusto y la alegría y se queda uno como un montón de tierra antes de que la tierra nos cobije. En esos pensamientos andaba yo, sentada en el patio de mi casa, ese siete de mayo. “¡Mírate, Camila, bien fregada! Mira a tus hijos. ¿Qué van a durar? ¡Nada! Antes de que lo sepan estarán aquí sentados, si es que no están muertos como mi difuntito asesinado, con la cabeza ardida por la pobreza, y los años colgándoles como piedras, contando los días en que no pasaron hambre”… Y me fui, señor, a caminar mi vida. Y vi que todos los caminos estaban llenos con las huellas de mis pies. ¡Cuánto se camina! ¡Cuánto se rodea! Y todo para nada o para encontrar una mañana a su hijito tirado en la milpa con la cabeza rota por los máuseres y la sangre saliéndole por la boca. No lloré, señor. Si el pobre empezara a llorar, sus lágrimas ahogarían al mundo, porque motivo para llanto son todos los días. Ya me dará Dios lugar para llorar, me estaba yo diciendo, cuando me vi que estaba en el corredor de mi casa esperando la vuelta de mi hijita Severina. La lumbre estaba apagada y los perros estaban ladrando como ladran en la noche, cuando las piedras cambian de lugar. Recordé que mis hijos se habían ido con su papá a la peregrinación del Día de la Cruz en Guerrero y que no iban a volver hasta el día nueve. Luego recordé que Severina había ido a “El Capricho”. “¿Dónde fue mi hija que no ha vuelto?” Miré el cielo y vi cómo las estrellas iban a la carrera. Bajé mis ojos y me hallé con los de Severina, que me miraban tristes desde un pilar.
—Aquí tiene su refresco —me dijo con una voz en la que acababan de sembrar la desdicha.
Me alcanzó la botella de refresco y fue entonces cuando vi que su mano estaba hinchada, y que el anillo no lo llevaba.
—¿Dónde está tu anillo, hija?
—Acuéstese, mamá.
Se tendió en su camita con los ojos abiertos. Yo me tendí junto a ella. La noche pasó larga y mi hijita no volvió a usar la palabra en muchos días. Cuando Gabino llegó con los muchachos, Severina ya empezaba a secarse.
—¿Quién le hizo el mal? —preguntó Gabino y se arrinconó y no quiso beber alcohol en muchos días.
Pasó el tiempo y Severina seguía secándose. Solo su mano seguía hinchada. Yo soy ignorante, señor, nunca fui a la escuela, pero me fui a Cuernavaca a buscar al doctor Adame, con domicilio en Aldana 17.
—Doctor, mi hija se está secando…
El doctor se vino conmigo al pueblo. Aquí guardo todavía sus recetas.
Camila sacó unos papeles arrugados.
—¡Mamá! ¿Sabes quién le hinchó la mano a Severina? —me preguntó Aurelia.
—No, hija, ¿quién?
—Adrián, para quitarle el anillo.
¡Ah, el ingrato! y en mis adentros veía que las recetas del doctor Adame no la podían aliviar. Entonces, una mañana, me fui a ver a Leonor, la tía del nombrado Adrián.
—Pasa, Camila.
Entré con precauciones: mirando para todos lados para ver si lo veía.
—Mira, Leonor, yo no sé quién es tu sobrino, ni qué lo trajo al pueblo, pero quiero que me devuelva el anillo que le quitó a mi hija, pues de él se vale para hacerle el mal.
—¿Qué anillo?
—El anillo que yo le regalé a Severina. Adrián con sus propias manos se lo sacó en “El Capricho” y desde entonces ella está desconocida.
—No vengas a ofender, Camila, Adrián no es hijo de bruja.
—Leonor, dile que me devuelva el anillo por el bien de él y de toda su familia.
—¡Yo no puedo decirle nada! Ni me gusta que ofendan a mi sangre bajo mi techo.
Me fui de allí y toda la noche velé a mi niña. Ya sabe, señor, que lo único que la gente regala es el mal. Esa noche Severina empezó a hablar el idioma de los maleados. ¡Ay, Jesús bendito, no permitas que mi hija muera endemoniada! Y me puse a rezar una Magnífica. Mi comadre Gabriel, aquí presente, me dijo: “Vamos por Fulgencia, para que le saque el mal del pecho”. Dejamos a la niña en compañía de su padre y sus hermanos y nos fuimos por Fulgencia. Luego, toda la noche Fulgencia curó a la niña, cubierta con una sábana.
—Después de que cante el primer gallo, le habré sacado el mal —dijo.
Y así fue, señor, de repente Severina se sentó en la cama y gritó: “¡Ayúdeme, mamacita!”. Y echó por la boca un animal tan grande como mi mano. El animal traía entre sus patas pedacitos de su corazón. Porque mi niña tenía el animal amarrado a su corazón… Entonces cantó el primer gallo.
—Mira —me dijo Fulgencia—, ahora que te devuelvan el anillo, porque antes de los tres meses habrán crecido las crías.
Apenas amaneció, me fui a las cercas a buscar al ingrato. Allí lo esperé. Lo vi venir, no venía silbando, con un pie venía trayendo a golpecitos una piedra. Traía los ojos bajos y las manos en los bolsillos.
—Mira, Adrián desconocido, no sabemos de dónde vienes, ni quiénes fueron tus padres y sin embargo te hemos recibido aquí con cortesía. Tú en cambio andas dañando a las jóvenes. Yo soy la madre de Severina y te pido que me devuelvas el anillo con que le haces el mal.
—¿Qué anillo? —me dijo ladeando la cabeza. Y vi que sus ojos brillaban con gusto.
—El que le quitaste a mi hijita en “El Capricho”.
—-¿Quién lo dijo? —y se ladeó el sombrero.
—Lo dijo Aurelia.
—¿Acaso lo ha dicho la propia Severina?
—¡Cómo lo ha de decir si está dañada!
—¡Hum!… Pues cuántas cosas se dicen en este pueblo. ¡Y quién lo dijera con tan bonitas mañanas!
—Entonces ¿no me lo vas a dar?
—¿Y quién dijo que lo tengo?
—Yo te voy a hacer el mal a ti y a toda tu familia —le prometí.
Lo dejé en las cercas y me volví a mi casa. Me encontré a Severina sentadita en el corral, al rayo del sol. Pasaron los días y la niña se empezó a mejorar. Yo andaba trabajando en el campo y Fulgencia venía para cuidarla.
—¿Ya te dieron el anillo?
—No.
—Las crías están creciendo.
Seis veces fui a ver al ingrato Adrián a rogarle que me devolviera el anillo. Y seis veces se recargó contra las cercas y me lo negó gustoso.
—Mamá, dice Adrián que aunque quisiera no podría devolver el anillo, porque lo machacó con una piedra y lo tiró a una barranca. Fue una noche que andaba borracho y no se acuerda de cuál barranca fue.
—Dile que me diga cuál barranca es para ir a buscarlo.
—No se acuerda… —me repitió mi hija Aurelia y se me quedó mirando con la primera tristeza de su vida. Me salí de mi casa y me fui a buscar a Adrián.
—Mira, desconocido, acuérdate de la barranca en la que tiraste el anillo.
—¿Qué barranca?
—En la que tiraste el anillo.
—¿Qué anillo?
—¿No te quieres acordar?
—De lo único que me quiero acordar es que de aquí a catorce días me caso con mi prima Inés.
—¿La hija de tu tía Leonor?
—Sí, con esa joven.
—Es muy nueva la noticia.
—Tan nueva de esta mañana…
—Antes me vas a dar el anillo de mi hija Severina. Los tres meses ya se están cumpliendo.
Adrián se me quedó mirando, como si me mirara de muy lejos, se recargó en la cerca y adelantó un pie.
—Eso sí que no se va a poder…
Y allí se quedó, mirando al suelo. Cuando llegué a mi casa Severina se había tendido en su camita. Aurelia me dijo que no podía caminar. Mandé traer a Fulgencia. Al llegar nos contó que la boda de Inés y de Adrián era para un domingo y que ya habían invitado a las familias. Luego miró a Severina con mucha tristeza.
—Tu hija no tiene cura. Tres veces le sacaremos el mal y tres veces dejará crías. No cuentes más con ella.
Mi hija empezó a hablar el idioma desconocido y sus ojos se clavaron en el techo. Así estuvo varios días y varias noches. Fulgencia no podía sacarle el mal, hasta que llegara a su cabal tamaño. ¿Y quién nos dice, señor, que anoche se nos pone tan malísima? Fulgencia le sacó el segundo animal con pedazos muy grandes de su corazón. Apenas le quedó un pedazo chiquito de su corazón, pero bastante grande para que el tercer animal se prenda a él. Esta mañana mi niña estaba como muerta y yo oí que repicaban campanas.
—¿Qué es ese ruido, mamá?
—Campanas, hija…
—Se está casando Adrián —le dijo Aurelia.
Y yo, señor, me acordé del ingrato y del festín que estaba viviendo mientras mi hijita moría.
—Ahora vengo —dije.
Y me fui cruzando el pueblo y llegué a casa de Leonor.
—Pasa, Camila.
Había mucha gente y muchas cazuelas de mole y botellas de refrescos. Entré mirando por todas partes, para ver si lo veía. Allí estaba con la boca risueña y los ojos serios. También estaba Inés, bien risueña, y allí estaban sus tíos y sus primos los Cadena, bien risueños.
—Adrián, Severina ya no es de este mundo. No sé si le quede un pie de tierra para retoñar. Dime en qué barranca tiraste el anillo que la está matando.
Adrián se sobresaltó y luego le vi el rencor en los ojos.
—Yo no conozco barrancas. Las plantas se secan por mucho sol y falta de riego. Y las muchachas por estar hechas para alguien y quedarse sin nadie…
Todos oímos el silbar de sus palabras enojadas.
—Severina se está secando, porque fue hecha para alguien que no fuiste tú. Por eso le has hecho el maleficio. ¡Hechicero de mujeres!
—Doña Camila, no es usted la que sabe para quién está hecha su hijita Severina.
Se echó para atrás y me miró con los ojos encendidos. No parecía el novio de este domingo: no le quedó la menor huella de gozo, ni el recuerdo de la risa.
—El mal está hecho. Ya es tarde para el remedio.
Así dijo el desconocido de Ometepec y se fue haciendo para atrás, mirándome con más enojo. Yo me fui hacia él, como si me llevaran sus ojos. “¿Se va a desaparecer?, me fui diciendo, mientras caminaba hacia delante y él avanzaba para atrás, cada vez más enojado. Así salimos hasta la calle, porque él me seguía llevando, con las llamas de sus ojos. “Va a mi casa a matar a Severina”, le leí el pensamiento, señor, porque para allá se encaminaba, de espaldas, buscando el camino con sus talones. Le vi su camisa blanca, llameante, y luego, cuando torció la esquina de mi casa, se la vi bien roja.
No sé cómo, señor, alcancé a darle en el corazón, antes de que acabara con mi hijita Severina…
Camila guardó silencio. El hombre de la comisaría la miró aburrido. La joven que tomaba las declaraciones en taquigrafía detuvo el lápiz. Sentados en unas sillas de hule, los deudos y la viuda de Adrián Cadena bajaron la cabeza. Inés tenía sangre en el pecho y los ojos secos.
Gabino movió la cabeza apoyando las palabras de su mujer.
—Firme aquí, señora, y despídase de su marido porque la vamos a encerrar.
—Yo no sé firmar.
Los deudos de Adrián Cadena se volvieron a la puerta por la que acababa de aparecer Severina. Venía pálida y con las trenzas deshechas.
—¿Por qué lo mató, mamá?… Yo le rogué que no se casara con su prima Inés. Ahora el día que yo muera, me voy a topar con su enojo por haberlo separado de ella…
Severina se tapó la cara con las manos y Camila no pudo decir nada.
La sorpresa la dejó muda mucho tiempo.
—¡Mamá, me dejó usted el camino solo!…
Severina miró a los presentes. Sus ojos cayeron sobre Inés, esta se llevó la mano al pecho y sobre su vestido de linón rosa, acarició la sangre seca de Adrián Cadena.
—Mucho lloró la noche en que Fulgencia te sacó a su niño. Después, de sentimiento quiso casarse conmigo. Era huérfano y yo era su prima. Era muy desconocido en sus amores y en sus maneras… —dijo Inés bajando los ojos, mientras su mano acariciaba la sangre de Adrián Cadena.
Al rato le entregaron la camisa rosa de su joven marido. Cosido en el lugar del corazón había una alianza, como una serpientita de oro y en ella grabadas las palabras: “Adrián y Severina gloriosos”.
Elena Garro (1916 - 1998) fue una de las voces más importantes en la narrativa mexicana del siglo XX y en su obra reflejó la realidad de su tiempo.
El relato está contado desde la perspectiva de Camila, una mujer de escasos recursos que cuenta su tragedia. Así, a través de su visión, el lector se entera de la precaria situación que vive junto a un marido abusivo y varios hijos a los que alimentar.
La señora piensa que su suerte cambiará cuando encuentra un anillo de oro que le regala a su hija mayor. Sin embargo, fue el comienzo de la desgracia.
De este modo, Garro muestra las creencias y tradiciones populares, que muchas veces esconden la realidad de los hechos. Camila es alguien que carece de educación (ni siquiera sabe firmar) por lo que fue incapaz de ver lo que le había ocurrido a su hija. Por ello, el final da un giro sorprendente que permite esclarecer los hechos.
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